sábado, 4 de junio de 2016

Grand Prix de Golondrinas


CIRCUITO URBANO DEL COLEGIO SAN MIGUEL (Temporadas 1945 - 1955),
paisajes urbanos, terrados y juegos de niños


Introducción (posterior al trabajo) 
En el párrafo final de este trabajo aludí a la esperanza de que avivase los recuerdos de otras personas y lo enriquecieran con su aportación.
La realidad ha superado lo soñado, una persona desconocida por mí hasta ese momento, Martina Golafre, me mandaba el siguiente mensaje, a las pocas horas de colocar la entrada, que, en apenas diez horas había superado las 200 visitas:
 "He pensat que t'agradarían..." (varias fotos a continuación y otro texto). "Ens ha encantat llegir la teva entrada al blog, i saber que vivia abans aquí!!, ja que ara som nosaltres qui disfrutem d'aquets patis i del vols de les golondrines a la matinada i a la vesprada." 

Siguió luego un intercambio de mensajes y en el primero mío empecé diciendo: "Las acabo de ver y me han emocionado. Tanto que tengo que asimilarlo..." Martina añadió finalmente: 
"Faré una foto tambè a la façana del 133 però desde l'interior de l'illa i te le enviaré... A veure si aquesta tarda puc."

He preferido añadir al final del trabajo las fotos de Martina Golafre -las primeras y las posteriores-, que expresan cuanto explico mejor que el texto y algunas de las mías. La de la galería de mi casa permite apreciar a la perfección los nidos de las golondrinas y "el muro de la vergüenza, que separó unas galerías de otras. Los patios, que no aparecen en ninguna de mis fotos, están mucho mejor cuidados en la actualidad y dan una idea clarísima de cuanto explico en ese apartado. Afortunadamente, y en contra de lo que me temía, las golondrinas siguen regresando. La foto de la fachada del Colegio es perfecta para compararla con la colocada por mí, de 50 años atrás.  

El trabajo original
Hace unos días, viendo en TVE-2 un documental sobre golondrinas, la parte inconsciente de la mente intervino de forma imprevista. No es algo sorprendente y lo he comentado en diversas ocasiones: es su misión y se la toma tan en serio que lo hace cada día. En esta ocasión fue para trasladarme a unos atardeceres de primavera durante mi niñez y adolescencia, entre finales de los 40s y mediados de los 50s. De inmediato, la parte consciente de la mente —también en su papel—, intervino y provocó que, mientras seguía con el documental sin enterarme de nada, la memoria alimentara el recuerdo: las evoluciones de las golondrinas contempladas desde la galería de mi casa natal —el 4º, 1ª de Aribau 133—, en el Centro-Izquierda del Ensanche de Barcelona.
A principios de 1940 mi familia dejó el piso de la calle Peu de la Creu en la que pasaron toda la Guerra Civil y nacieron mis hermanos. El edificio acusaba las consecuencias de los bombardeos, tiroteos y registros. La manzana de la nueva vivienda estaba parcialmente libre de edificios de viviendas, gracias en parte a la presencia dominante del Colegio San Miguel y su iglesia. Tanto es así, que mi madre, desde la galería que daba a la isla interior, veía a mi padre coger el tranvía en la calle Muntaner, paralela a la nuestra, dado que en ese tramo de calle había tan sólo una tapia que separaba uno de los patios del colegio de la calle.

El Circuito
Las golondrinas del documental y las de sus antepasadas barcelonesas no venían de mi balcón sus nidos a colgar, pero sí aparecían en espíritu para descolgar recuerdos y ligarlos con otros de la misma época; necesarios unos para aclarar ciertos detalles y algo menos otros; pero que me ha parecido oportuno incorporar. Unos recuerdos parecidos a los que conservarán en su memoria las personas que vivieron experiencias similares en esa época o en otra anterior; no, en las posteriores, con el paisaje urbano transformado. Ubicado, pues, en ese lugar y en una época muy concreta era inevitable que el entorno y algunas personas se incorporaran al primer recuerdo.


Los nidos, construidos por la mano del hombre, estaban en la parte superior de la fachada de los edificios, entre los pisos más altos y el terrado: unos orificios circulares en el interior de la pared, con una especie de visera de barro en el exterior, que se alineaban por encima de los balcones. Imaginaba entonces que puestos intencionadamente por arquitectos amantes de los pájaros, para que encontraran un alojamiento en condiciones cuando regresaran de la emigración invernal. Allí entraban, disminuyendo en los últimos metros su vertiginosa velocidad para alimentar a las crías, que gorjeaban pidiendo alimento. Les introducían en el pico la bolita de insectos que habían acumulado en su garganta en un santiamén y salían de inmediato a la busca y captura de más comida para sus insaciables retoños, que seguían piando como posesos, con los picos abiertos de forma desmesurada. El espacio central de la manzana era como un velódromo en el que centenares de golondrinas podían evolucionar sin más obstáculos que los alambres de tender la ropa, en los que más de una vez chocaban con las alas en sus impresionantes pasadas rozando las fachadas.
A mi hermana le encantaba sentarse en el suelo de la galería, pasar las piernas entre los barrotes de cualquiera de los tres balcones y dejarlas colgando, mientras se cogía de los barrotes con ambas manos, fascinada por lo que veía. Yo era más partidario de seguir las evoluciones de pie, agarrado a la barandilla y sacar la cabeza cuando mi estatura ya dio de sí para sobrepasarla. Algunas pasaban a menos de un metro, de forma que a veces no podíamos evitar retirarnos un poco porque nos daba la impresión de que iban a estrellarse contra nosotros. En cierta ocasión una golondrina entró en la galería, quedando atontada al chocar con una persiana en su intento de salir. Mi madre la cogió y la mantuvo en sus manos hasta que el pájaro se recuperó, empezó a picotearle los dedos y pudo soltarla. Algunas, que venían de bastantes metros por encima, parecían stukas —los temidos aviones alemanes de la Guerra— descendiendo en picado. Recorrían infinidad de veces aquél circuito imaginario, del que se salían zigzagueando en cuanto se ponía a tiro un insecto. Estos abundaban, por ser época propicia a su proliferación y porque todas las terrazas de los patios del primer piso —llamado entonces principal— tenían grandes jardineras que ocupaban uno de los laterales, desde la puerta de la sala que daba a la terraza hasta la caseta destinada a lavadero y cuarto de enredos, situada en el otro extremo. Había más de una docena de terrazas, de diferente longitud, sumando las de Aribau y Córcega. Algunas eran más cortas y estaba al aire libre la parte pegada a la fachada, a nivel de la calle. Su suelo era de tierra y tenían árboles, entre los que recuerdo varios naranjos. Correspondían a la parte trasera de tiendas de carácter familiar, como las de los números 135, 137, 139 y 141, en las que había una lechería, una charcutería, una tintorería, una droguería y la Pastelería Figuls... Algunos de los hijos de los dueños fueron compañeros de clase de mi hermano o míos en el Colegio San Miguel, aunque los Figuls eran tantos, entre chicos y chicas, que daban para varios cursos y un par de colegios. Una de las hijas iba al mismo colegio de monjas de mi hermana, el Colegio de la Presentación, que estaba en Rosellón, entre Paseo de Gracia y Vía Layetana —ahora Pau Claris—, lado mar.
Como panorama más cercano llegué a ver parte de la fachada superior de la Facultad de Medicina que daba a la C/Casanovas, aunque, ya no, la parada del tranvía en Muntaner, que había quedado oculta por el parvulario del Colegio, una larga edificación de una planta construida durante la primera mitad de los 40s. Algo más lejos se divisaba la punta de la gran chimenea situada dentro del recinto de la Escuela Industrial, entre el Edificio del Reloj y el campo de fútbol. 

El Colegio, elemento protector del Circuito  
Los edificios no excedían de 4 o 5 plantas y la zona de vuelo sin obstáculos era más grande de lo habitual en otras manzanas cercanas de esa zona del Ensanche: de los ocho lados del octógono —cuatro grandes y los cuatro pequeños de los chaflanes—, la mayor parte de los lados de Rosellón y Muntaner y el chaflán entre ellas estaban ocupados por las dependencias del Colegio y la iglesia, con dos naves industriales en Rosellón, cerca de Aribau. El tramo final del lado de Muntaner y los de Córcega y Aribau estaba íntegramente ocupado por viviendas, así como el chaflán Aribau-Rosellón. Los edificios del colegio situados a izquierda y derecha del chaflán Rosellón-Muntaner —en donde estuvo enclavada la iglesia años atrás— eran de tres plantas. En los bajos del Parvulario había algunas tiendas, de las que recuerdo la Floristería Marta, que llevaba un matrimonio con diez o doce hijos. La esposa se encargaba de la tienda y el marido era pintor, especializado en espectaculares bodegones.


Blog BARCELOFILIA: 1933.- Emplaçament del primer gimnàs del Col·legi Sant Miquel sobre un plànol de l'època. 
S'hi pot veure el jardí desaparegut del carrer Còrsega i l'espai amb fileres d'arbres on després s'hi va construir 
el pati superior i més tard la piscina. (Font: Institut Cartogràfic de Catalunya). 

Uno de los dos patios del Colegio, el mayor, adyacente al parvulario, era de tierra y tenía bastantes árboles. Por si no fuera bastante para favorecer la presencia de insectos, en Rosellón, al otro lado de la calle y en la manzana vecina, en los bajos de un edificio había una vaquería auténtica, con vacas que surtían de leche al vecindario. No era ninguna rareza, muy cerca de allí, en la calle Enrique Granados había otra. Aunque en alguna ocasión daba la impresión de estar "bautizada", lo cierto es que aquella leche no tenía nada que ver con la “leche fresca” que se vende en la actualidad: después de hervida quedaba una gruesa capa de nata cubriendo la parte superior del cazo. Mi madre nos la ponía en una taza con azúcar y estaba deliciosa.

Segunda mitad de los 60s, con diferencias notables con la época de mi niñez. Todo el bloque central por encima de la primera planta es nuevo y en el de la izquierda, las tres últimas plantas. En el patio no hay árboles y el piso es duro.
 A la derecha, en el edificio parcialmente cortado, ya se aprecia un remonte de dos plantas. Todos esos edificios se construyeron por la venta del terreno por parte del Colegio. Dan a la calle Córcega, en donde, en la acera de enfrente, buena parte de las edificaciones eran bajas, como la del Cine Alondra.
Aquí se aprecia la diferencia de nivel entre los dos patios. En primer término un frontón y a la derecha 
la caseta en donde estaba el lavadero del colegio y los tendederos. A la izquierda la parte final de la iglesia.
Del paisaje urbano más lejano, a kilómetros de distancia, se veía el extremo del Castillo de Montjuïc más cercano al mar, el Palacio Nacional con sus reflectores, algo del resplandor de la fuente encendida y parte de la cubierta del Estadio. Por el lado de Aribau los edificios de la acera opuesta impedían ver otra cosa que no fueran sus fachadas, pero, calle arriba, la visión de la parte central del Tibidabo era perfecta, con el Santuario, la Torre de las Aguas, la estructura que sostenía el avión que giraba en el vacío y otras edificaciones cercanas a la cumbre. Dirigiendo la vista calle abajo, se distinguía un trozo de mar en el horizonte. El mismo panorama, pero visto desde los dos extremos del terrado, se ampliaba de forma espectacular porque daba continuidad a la panorámica, permitiendo abarcar gran parte de la ciudad, seguir la línea montañosa de la Sierra de Collcerola y toda la parte edificada del Tibidabo.

Los niños de la escalera 
Éramos nueve, si no recuerdo mal y de edades muy dispares. No teníamos necesidad de jugar en la calle porque los pisos eran grandes, con largos pasillos que conectaban la parte interior con la exterior. El terrado, de fácil acceso, proporcionaba un amplio lugar de juegos, usar patinetes y bicicletas, de celebraciones cuando el tiempo acompañaba, de tranquilidad para los mayores o de hacer fotos con familiares y amigos cuando nos visitaban. Nadie utilizaba el terrado como tendedero porque todos los pisos tenían el suyo en el lado de las galerías, con sol casi todo el día. Periódicamente, los matalassers se subían los colchones al terrado y vareaban la lana, tal como explica Horacio Seguí en su foto. Un espectáculo fascinante por la habilidad con que manejaban las largas varas, lanzaban al aire los enredados montones de lana y los desmenuzaban. En nuestro caso, el primero que hacían era el mío, para que se airease al sol mientras vareaban los otros.

Pie de foto original: "A l'any 1957, quan vaig fer aquesta fotografia, els matalassers venien a casa i et desfeien els matalassos per batre la llana i airejar-la. Tot seguit refeien el matalàs i el cosien de nou amb la llana ja flonja." (Horacio Seguí)
Cuando mi madre permitió que acompañara en sus correrías a mis hermanos y a los hijos de nuestros vecinos de planta, los Maciá, ellos tenían una edad parecida a la de mi hermano, 11 años. Mi hermana tenía 9 y yo, 6. Paquito, el mayor, era cariñoso, extrovertido y muy decidido, mientras que Arturito era más retraído y un excelente pianista, como su madre: tenían un piano en una de las dos habitaciones que daban a la calle. Se convirtieron en nuestros guías y protectores y pasábamos juntos muchas horas. Con ellos las andanzas por los terrados eran divertidas y emocionantes. Trepábamos por los muros de separación de los edificios y pasábamos de un terrado a otro, jugando al escondite, embarcados en aventuras imaginarias ideadas por mi hermano, que era muy novelero o por la curiosidad de verlo todo. Al principio de incorporarme al grupo me tenían que ayudar a escalar las tapias. El terrado contiguo —el de Aribau 135—, era casi un metro más elevado y dejaba a la vista ciertas zonas parcialmente ocultas desde el nuestro. No sólo el terrado era un lugar de juegos, también lo eran nuestra casa o la de ellos, a las que pasábamos a través de la pequeña verja de barrotes que separaba los balcones exteriores. Todos éramos muy cuidadosos al saltarla, conscientes de que no serlo equivalía a acabar hecho papilla cinco pisos más abajo. Cuando era yo el que pasaba, mi hermano y uno de los Maciá formaban una pared con sus cuerpos, pegados a la barandilla, para darme seguridad. 


Esta foto forma parte de una serie hecha en el terrado, hacia 1945. 
Al fondo se ve el remate de la fachada de un edificio de Aribau, al otro lado de la calle. 
A la izquierda, la tapia contigua al nº 135. A la derecha, en último término, el patio de luces 
que cubría la escalera y parte del vestíbulo (no había ascensor). A continuación 
el patio de luces descubierto, que daba a cocinas, baños y habitaciones. 
En primer término, parte de la caseta con los depósitos de agua potable.
 
El balcón de la derecha era el nuestro y los otros dos del piso contigüo, con una habitación más. Por el lado interior, el piso tenía una habitación más que el vecino. Era habitual en muchos edificios del Ensanche. Por esa pequeñña verja pasábamos de un lado a otro. Los pisos remontados no existían y la altura correspondía a la de cinco plantas. 

También nos convertimos en expertos jugadores de Pinacle y de Póker. Jugábamos en las habitaciones que daban a la calle. Más adelante, durante las noches de verano, las partidas de pinacle se convirtieron en un mano a mano entre mi hermano y yo, sentados en el suelo del dormitorio, sin más luz que la que proporcionaba la luna y hablando en susurros para que no se descubriera que no estábamos acostados.
Formábamos un grupo muy unido que se vio golpeado por la muerte inesperada de la Sra. Maciá durante el embarazo de su tercer hijo, que tampoco sobrevivió. El cadáver se veló en su domicilio –en donde había fallecido durante el parto- y el sepelio partió de allí. Mi hermana lo vio desde el balcón pero a mí no me dejaron. Me contó que había mucha gente siguiendo el coche mortuorio. Lo sucedido y la disparidad de edades hicieron que a partir de principios de los 50s la situación cambiara. Los entretenimientos de mi hermano y de los Maciá ya estaban en otros lugares y con otras personas. Tres o cuatro años más tarde se produjo el golpe de gracia del grupo: la emigración a Brasil de la familia Maciá, en busca de nuevos horizontes en donde superar una situación económica complicada. La relación de mis padres con el Sr. Maciá y su segunda esposa no era tan fluída como anteriormente y la relación se enfrió.
Ya hacía tiempo que estaba en condiciones de trepar sin ayuda por todos los lugares accesibles pero los únicos niños de la escalera, con edades relativamente parecidas, eran la hija menor de los vecinos del 1º-1ª, Pilar, de mi edad, y la hija pequeña de la familia del 3º-2ª, Mari, un par de años menor que yo, de forma que las correrías por los terrados se convirtieron en aventuras solitarias o en partidos de futbol de un solo jugador enfrentado a sí mismo. No duró mucho tiempo: a los pocos días ya me aburría y me di cuenta de que una época había concluido y tocaba iniciar otra. Mientras, los juegos dentro de casa habían pasado a tener un componente femenino muy acusado porque mis únicas compañeras de juegos eran niñas, aunque a la hora de jugar a “médicos” mi condición de varón me aseguraba el puesto de “doctor”, a no ser que mi hermana —que hacía de “enfermera” y era la que cortaba el bacalao— decidiera intercambiar su papel con el mío. Mari tenía adjudicado el de la “enferma” a perpetuidad. 
Pero a lo largo de aquellos años en cuanto llegaba la primavera el vuelo de las golondrinas volvía a convertirse en un espectáculo fascinante que nos dejaba extasiados, aunque conforme fuimos creciendo nuestras responsabilidades, primero por estudios y luego por trabajo, limitaron mucho los días que podíamos disfrutarlo y los minutos que podíamos dedicar; aunque nunca renunciamos a él. Por otra parte, la lectura se fue convirtiendo en la parte esencial de mis ratos de ocio porque ya no se trataba sólo de tebeos, cuadernillos o el periódico La Vanguardia, si no también las revistas que compraba mi madre —Primer Plano, Semana, Fotos…— o las que interesaban a mi padre —El Ruedo, Dígame, El Noticiero Universal…—, incluido todo aquello que cayera en nuestras manos. Más adelante, de forma paulatina, los libros se fueron apoderando de mi tiempo libre, aunque el resto de lecturas siguió ocupando su espacio, excepto los tebeos, que un día, poco menos que de la noche a la mañana, dejaron de interesarme.

El fin de una época
A principios de los 60s remontaron un edificio del lado de Córcega, que nos recortó el último sol del atardecer en verano y supuso el primer obstáculo. Poco después remontaron el nuestro -una auténtica aberración-, con un muro de hormigón de refuerzo que separaba las galerías exteriores de los pisos 1ª, de los pisos 2ª en todas las plantas. El Muro de la Vergüenza cortó la posibilidad de charlar con los vecinos, fuera mientras se tendía la ropa o porque se estuviera asomado y se coincidiera. Repercutió también en el vuelo de las golondrinas, que ya no podían pasar cerca de la fachada.
Al filo de los 70s construyeron dos edificios de siete plantas en el lugar que ocupaban las naves en Rosellón: supuso el cierre definitivo del circuito. El interior de la manzana quedó completamente rodeado por edificios y con unas alturas muy superiores, aunque las del Colegio siguieron siendo las más bajas. La construcción de nuevos edificios, algunos muy elevados, tanto en las proximidades como en la lejanía, cambiaron de forma notable el panorama: nada lejano quedó a la vista y en invierno el sol se puso unos minutos antes. La única forma de ver un panorama amplio y despejado era subiendo al terrado, situado ya dos plantas más arriba, pero el paisaje urbano era una copia deformada del que recordaba por la proliferación de moles arquitectónicas, cualquiera que fuera el punto de visión escogido. Como los edificios contiguos seguían teniendo la misma altura resultaba imposible pasar de un terrado a otro.


Construcción de un edificio en una de las dos naves de la calle Rosellón, junto a la Iglesia. 
El edificio de enfrente se construyó un par de años antes y se llevó un premio
del Colegio de Arquitectos. La nave de la izquierda siguió el mismo camino unos años después.

Cuando me fui de aquél piso en el año 2000, dos después de la muerte de mi madre, las pocas golondrinas que se divisaban volaban muchos metros por encima y sus vuelos rasantes los hacían en otros lugares, si es que los había dentro de la ciudad, mejorada en algunos aspectos pero maltratada en otros.

Panorámica alineando varias fotos con Photoshop. Las hice desde el nuevo terrado, a mediados de los 60s, con el edificio ya remontado en tres plantas. A la derecha del edificio con dos miradores (Muntaner-Rosellón) hay varios bloques nuevos (en Rosellón). Fachada de la Facultad de Medicina (C/Casanovas). Al fondo, la chimenea en el recinto de la Escuela Industrial. Abajo, derecha los edificios de Muntaner, enfrente del Colegio San Miguel.

Desde el extremo opuesto, en la calle Aribau, el panorama también es muy diferente y los grandes bloques de viviendas o de oficinas cierran espacios y alteran el paisaje.


Epílogo
Las fotos más antiguas fueron hechas por fotógrafos profesionales y las posteriores, de los años 60s, por mí. La foto del terrado en la que aparezco corresponde a una época, la postguerra —la Civil y en especial la de la SGM— en la que el material fotográfico era escaso, caro y de difícil obtención, de ahí que las copias en papel fuera de un tamaño muy pequeño, 5x7. En las hechas por mí años más tarde, también en B/N, el tamaño de la copia era algo mayor, el estándar de ese momento, 7x10. Las tres últimas, en color, las hice en Septiembre de 2015.
 

Septiembre de 2015: El claustro permanece igual, pero el patio y el superior, detrás de la tapia gris y a mayor altura, ha tenido grandes modificaciones a lo largo de los años, así como en los edificios detrás del claustro que dan a la calle Muntaner y en donde estuvo el Parvulario en los años 40s. El edificio que se ve al fondo, a la derecha, ya existía en mi época pero era relativamente reciente porque corresponde a la parte del terreno vendido por el Colegio.
Punteados en rojo aparece la galería de mi casa, con tres balcones cerrados por cristaleras. A la derecha los balcones de la familia Maciá. A mediados de los 50s ese piso sería ocupado por los Sres Abellán, una pareja de imborrable recuerdo. Este edificio y el de la izquierda fueron remontados. No existían los edificios que se sobresalen por la derecha, detrás de la iglesia, que también tiene partes añadidas.
Esta foto permite apreciar por el chaflán Rosellón-Muntaner la parte nueva de la izquierda del colegio y los nuevos edificios por la derecha, a continuación de la iglesia, que se observan en la foto anterior por su parte posterior.
Este trabajo es posible que no sea definitivo, la memoria de mi hermana y la mía tienen la palabra, caso de que continúen proporcionando nuevo material o modifique algo de lo explicado. En cualquier caso, el tiempo dirá. Aunque a mí lo que verdaderamente me gustaría es que surgieran nuevas publicaciones, compartieran sus recuerdos y sus fotos, si las conservan.
La fachada del edificio en la actualidad:

 



Las fotos de MARTINA GOLAFRE
He colocado las fotos de izquierda a derecha siguiendo la visual que recorre todo el interior de la manzana.



A la izquierda los dos edificios que substituyeron las naves industriales

Los patios  interiores de los nº 131, 133 y 135. En donde están las verjas metálicas, a izquierda y derecha, estaban las largas jardineras.

Una foto absolutamente pefecta para comparar el cambio de la fachada y patios del Colegio y también las diferencias con los más añejados, en especial el Hospital Clinico. Se sigue viendo la chimenea en el recinto de la Escuela Industrial.
El lado derecho se conserva más parecido.

El ficus en primer plano diría que corresponde a los bajos del 137.

Martina ha completado el recorrido con una foto del extremo opuesto del piso, por el lado de la calle Aribau. El edificio que ocupa el centro de la foto estaba justo enfrente del nº 133 y se puede observar en el remate de la fachada, que es el mismo que se observa en la foto en la que aparezco yo, de niño.

Dos edificios ya remontados y el que está más a la derecha, de fachada oscura, es uno de los nuevos. En el centro de la foto, las galerías del 133. Justo debajo de los nidos de las golondrinas, con ropa tendida, los tres balcones de nuestra galería. En el centro, perfectamente fotografiado, aparece el "muro de la vergüenza", que separó a los vecinos de las columnas de pisos 1ª  y 2ª.

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