miércoles, 4 de febrero de 2015

SIETE VECES CUATRO


LO QUE PUEDE SUCEDER CUANDO 

SE TIENEN SIETE CUATROS CONSECUTIVOS 

EN SIETE EXÁMENES...

... Y NO SE ESTÁ DISPUESTO A ACEPTAR EL OCTAVO.
A partir de ahí, lo que se puede novelar

Le ocurrió a un compañero de Carrera –y de Dominó en el Bar Oro Negro de Barcelona-, J.C. Perdiguero, al concluir el examen de la OCTAVA convocatoria.
Esto fue lo que pasó (más o menos, que el tiempo no pasa en balde):

Al acabar el examen, Perdiguero le entregó sus hojas al Catedrático. Mientras se las cogía, Perdiguero le espetó, con rudeza y cara de pocos amigos, aunque, dentro de lo que cabe, con educación:
— ¡Póngame la nota que quiera, pero no me ponga otro cuatro!
El profesor, de momento, no reaccionó: estaba atónito. Era impensable que un alumno, ya un hombre hecho y derecho –Perdiguero debía tener 20 o 21- en un centro como aquél y en semejante época pudiera dirigirse  a un profesor de semejante manera. Sólo dijo:
— ¿Cómo?
—¡¡Que no me ponga otro cuatro!! –Perdiguero ya estaba lanzado y al profesor se le empezó a poner la cara como un tomate y a salírsele los ojos de las órbitas.
— ¿Pero cómo se atreve?
— ¡Qué no me ponga otro cuatro! ¡Si no quiere aprobarme, me pone un dos, un cero o lo que le dé la gana, pero no me ponga otro cuatro!
El profesor, ya descompuesto empezó a rebuscar en sus bolsillos. Repitiendo, frenético, el “¡cómo se atreve!”
— ¿Quién es usted? ¡Su nombre! ¡Deme su nombre y su número de matrícula!
Perdiguero le dio el nombre y el número de matrícula.
— ¡Pero, cómo se atreve!
El profesor logró encontrar lo que buscaba en los bolsillos: su agenda, pero estaba tan nervioso que se le cayó al suelo y se desparramaron varios papelitos que tenía en su interior. Mientras algunos se reían y otros le recogían los papeles, el profesor abrió la agenda y empezó a apuntar los datos. Perdiguero siguió:
— ¡Me ha puesto siete cuatros en siete convocatorias consecutivas, a pesar de que he hecho exámenes muy diferentes!
Aquí el profesor tuvo un lapsus y dejó de escribir, como si lo de los siete cuatros seguidos le hubiera desconcertado, pero siguió. Estaba al borde del colapso, Perdiguero ya había dicho lo que tenía que decir y tan sólo se oyó una voz, desde detrás, que dijo:
— ¡Ostia, siete cuatros seguidos!
No sé si el profesor dijo algo más porque Perdiguero se marchó hecho un basilisco y yo le seguí, intentando hacerle comprender que lo que había hecho era su sentencia de muerte y que no iba a aprobar la asignatura si no se disculpaba.

Se me ha olvidado de qué asignatura se trataba y que catedrático o encargado de cátedra la impartía. Debíamos estar a mediados de Carrera, en 3º o 4º. Teniendo en cuenta que en el Plan 57 había dos cursos previos, Selectivo (se aprobaba todo en uno o dos años o a la calle) e Iniciación (lo mismo pero con un 5º, de gracia, si sólo faltaba una asignatura por aprobar y sin derecho a matricularse de 1º), suponía en realidad un total de siete cursos. Siete, si se estaba dotado por los dioses de virtudes sólo al alcance de los elegidos. De no ser así, podían significar, en años, 8, 9 o acabar la carrera con más años que Matusalem.
Quiere ello decir, a tales alturas, en tiempos de sumisión total del alumnado y en una carrera particularmente difícil, que suponía que los estudiantes que habían llegado hasta allí, sin abandonar o sin que los echaran, tenían ya más conchas que un galápago. Se había llegado a ese punto en que por pacífico, disciplinado y obediente que se hubiese sido –y, por supuesto, formase parte de una manera de ser-, la probabilidad de estallar en el momento más inesperado, era sumamente alta. Poco podía imaginar, cuando sucedió lo que cuento, que un año o año y medio después yo haría algo parecido y no una vez sino dos y sin que me pusieran tantos cuatros...

No sé si llegó a pedirle disculpas al profesor y jurarle por sus muertos que dijo aquello en un momento de enajenación mental. También es posible que lo de los “siete cuatros” que le hizo tener un lapsus al profesor mientras apuntaba los datos, le hiciera reflexionar y buscar el expediente, comprobando que alguno de aquellos exámenes debió tener otra nota.  

Las cosas de la vida: cuando salieron las notas, Perdiguero estaba aprobado.

Y a partir de este suceso salió un relato que está guardado por algún sitio y que, escrito a máquina y por triplicado, con lema y plica, mandé a un concurso que convocó la revista Gaceta Ilustrada.
Una narración bastante desmadrada, en la que el protagonista comprende que el catedrático es el gran obstáculo para que termine la Carrera, trabaje y se case con su novia de toda la vida. El catedrático del relato no era el auténtico, aunque también era real. Un personaje curioso que parecía extraído de una película: 
Cabeza rapada, fino bigote, gabardina de cuero marrón hasta casi los tobillos, sombrero oscuro y cabalgando una BMW de la Segunda Guerra Mundial. La imagen perfecta de un elemento de la Gestapo.
Perfecto para el relato. Sólo faltaban unas acotaciones para hacerlo adecuadamente odioso.
Pero, “el Perdiguero” de la narración, no terminaba de decidirse y su novia, que estaba al corriente de todo, le iba lavando el cerebro sutilmente, dándole el empujoncillo que le hacía falta para que  se decidiera. El momento cumbre de la decisión era, más o menos, así:

Están en el apartamento que tienen alquilado para sus encuentros. Ella está de espaldas a él, preparando algo en la cocina y él suelta la frase clave que le permite comprender a ella que está decidido a dar el paso definitivo, aunque no lo diga claramente. La cara de ella expresa a la perfección cómo, a través de lo que él está diciendo, ha llegado a la decisión final.
La misma expresión que va poniendo la extraordinaria Bárbara Stanwick en “Double indemnity” (“Perdición”), cuando Fred mc Murray está asesinando al pelmazo de su esposo.

No he encontrado la secuencia completa, ni un fotograma adecuado, sin superposición,
pero éste no está mal para hacerse una idea.

Un éxtasis total. El triunfo de un plan maquiavélico, del que ella es una perfecta inductora.

Bueno, pues veinte o treinta años después a mí se me ocurrió algo parecido y pensé que era un genio. Después vino el Tío Paco con la rebaja: vi “Perdición” por primera vez y en la televisión y hacía todos esos años que a Billy Wilder se le había ocurrido lo mismo. Y Bárbara Stanwick (Ruby, Missy, Stany) había interpretado a la perfección lo que el escritor puso, el director le sugirió y la situación requería. Puso algo de su propia cosecha y quedó una secuencia memorable.
Luego, un grupo de colegas le daría el Oscar a la Mejor Actriz a otra.

Cuando se anunció el fallo del Concurso de Gaceta Ilustrada me hice cargo de la frustración que debió sentir Bárbara, pero mucho me temo que en mi caso no estaba muy justificada: los que tuve oportunidad de leer estaban todos mejor escritos. Algunos estaban muy bien, pero también los había insulsos o incluso aburridos.

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