CIRCUITO URBANO DEL COLEGIO SAN MIGUEL (Temporadas 1945 - 1955),
paisajes urbanos, terrados y juegos de niños
paisajes urbanos, terrados y juegos de niños
En el párrafo final de este trabajo aludí a la esperanza de que avivase los recuerdos de otras personas y lo enriquecieran con su aportación.
La realidad ha superado lo soñado, una persona desconocida por mí hasta ese momento, Martina Golafre, me mandaba el siguiente mensaje, a las pocas horas de colocar la entrada, que, en apenas diez horas había superado las 200 visitas:
"He pensat que t'agradarían..." (varias fotos a continuación y otro texto). "Ens ha encantat llegir la teva entrada al blog, i saber que vivia abans aquí!!, ja que ara som nosaltres qui disfrutem d'aquets patis i del vols de les golondrines a la matinada i a la vesprada."
Siguió luego un intercambio de mensajes y en el primero mío empecé diciendo: "Las acabo de ver y me han emocionado. Tanto que tengo que asimilarlo..." Martina añadió finalmente:
"Faré una foto tambè a la façana del 133 però desde l'interior de l'illa i te le enviaré... A veure si aquesta tarda puc."
He preferido añadir al final del trabajo las fotos de Martina Golafre -las primeras y las posteriores-, que expresan cuanto explico mejor que el texto y algunas de las mías. La de la galería de mi casa permite apreciar a la perfección los nidos de las golondrinas y "el muro de la vergüenza, que separó unas galerías de otras. Los patios, que no aparecen en ninguna de mis fotos, están mucho mejor cuidados en la actualidad y dan una idea clarísima de cuanto explico en ese apartado. Afortunadamente, y en contra de lo que me temía, las golondrinas siguen regresando. La foto de la fachada del Colegio es perfecta para compararla con la colocada por mí, de 50 años atrás.
El trabajo original
Hace unos días, viendo en
TVE-2 un documental sobre golondrinas, la parte inconsciente de la mente
intervino de forma imprevista. No es algo sorprendente y lo he comentado en diversas
ocasiones: es su misión y se la
toma tan en serio que lo hace cada día. En esta ocasión fue para trasladarme a
unos atardeceres de primavera durante mi niñez y adolescencia, entre finales de
los 40s y mediados de los 50s. De inmediato, la parte consciente de la mente
—también en su papel—, intervino y provocó que, mientras seguía con el
documental sin enterarme de nada, la memoria alimentara el recuerdo: las
evoluciones de las golondrinas contempladas desde la galería de
mi casa natal —el 4º, 1ª de Aribau 133—, en el Centro-Izquierda del Ensanche de
Barcelona.
A principios de 1940 mi
familia dejó el piso de la calle Peu de la Creu en la que pasaron toda la
Guerra Civil y nacieron mis hermanos. El edificio acusaba las consecuencias de
los bombardeos, tiroteos y registros. La manzana de la nueva vivienda estaba
parcialmente libre de edificios de viviendas, gracias en parte a la presencia
dominante del Colegio San Miguel y su iglesia. Tanto es así, que mi madre, desde la galería que
daba a la isla interior, veía a mi
padre coger el tranvía en la calle Muntaner, paralela a la nuestra, dado que en
ese tramo de calle había tan sólo una tapia que
separaba uno de los patios del colegio de la calle.
El Circuito
Las golondrinas del documental y las de sus antepasadas barcelonesas no venían de mi balcón sus nidos a colgar, pero sí aparecían en espíritu para descolgar recuerdos y ligarlos con otros de la misma época; necesarios unos para aclarar ciertos detalles y algo menos otros; pero que me ha parecido oportuno incorporar. Unos recuerdos parecidos a los que conservarán en su memoria las personas que vivieron experiencias similares en esa época o en otra anterior; no, en las posteriores, con el paisaje urbano transformado. Ubicado, pues, en ese lugar y en una época muy concreta era inevitable que el entorno y algunas personas se incorporaran al primer recuerdo.
Los nidos, construidos por la mano del hombre,
estaban en la parte superior de la fachada de los edificios, entre los pisos
más altos y el terrado: unos orificios circulares en el interior de la pared,
con una especie de visera de barro en el exterior, que se alineaban por encima
de los balcones. Imaginaba entonces que puestos intencionadamente por
arquitectos amantes de los pájaros, para que encontraran un alojamiento en
condiciones cuando regresaran de la emigración invernal. Allí entraban,
disminuyendo en los últimos metros su vertiginosa velocidad para alimentar a
las crías, que gorjeaban pidiendo alimento. Les introducían en el pico la bolita de insectos que habían acumulado en su garganta en un
santiamén y salían de inmediato a la busca y captura de más comida para sus
insaciables retoños, que seguían piando como posesos, con los picos abiertos de
forma desmesurada. El espacio central de la manzana era como un velódromo en el
que centenares de golondrinas podían evolucionar sin más obstáculos que los
alambres de tender la ropa, en los que más de una vez chocaban con las alas en
sus impresionantes pasadas rozando las fachadas.
A mi hermana le encantaba sentarse en el suelo de
la galería, pasar las piernas entre los barrotes de cualquiera de los tres balcones
y dejarlas colgando, mientras se cogía de los barrotes con ambas manos,
fascinada por lo que veía. Yo era más partidario de seguir las evoluciones de
pie, agarrado a la barandilla y sacar la cabeza cuando mi estatura ya dio de sí
para sobrepasarla. Algunas pasaban a menos de un metro, de forma que a veces no
podíamos evitar retirarnos un poco porque nos daba la impresión de que iban a
estrellarse contra nosotros. En cierta ocasión una golondrina entró en la
galería, quedando atontada al chocar con una persiana en su intento de salir.
Mi madre la cogió y la mantuvo en sus manos hasta que el pájaro se recuperó,
empezó a picotearle los dedos y pudo soltarla. Algunas, que venían de bastantes
metros por encima, parecían stukas
—los temidos aviones alemanes de la Guerra— descendiendo en picado. Recorrían
infinidad de veces aquél circuito imaginario, del que se salían zigzagueando en
cuanto se ponía a tiro un insecto. Estos abundaban, por ser época propicia a su
proliferación y porque todas las terrazas de los patios del primer piso
—llamado entonces principal— tenían
grandes jardineras que ocupaban uno de los laterales, desde la puerta de la
sala que daba a la terraza hasta la caseta destinada a lavadero y cuarto de
enredos, situada en el otro extremo. Había más de una docena de terrazas, de
diferente longitud, sumando las de Aribau y Córcega. Algunas eran más cortas y
estaba al aire libre la parte pegada a la fachada, a nivel de la calle. Su
suelo era de tierra y tenían árboles, entre los que recuerdo varios naranjos.
Correspondían a la parte trasera de tiendas de carácter familiar, como las de
los números 135, 137, 139 y 141, en las que había una lechería, una
charcutería, una tintorería, una droguería y la Pastelería Figuls... Algunos de
los hijos de los dueños fueron compañeros de clase de mi hermano o míos en el
Colegio San Miguel, aunque los Figuls eran tantos, entre chicos y chicas, que
daban para varios cursos y un par de colegios. Una de las hijas iba al mismo
colegio de monjas de mi hermana, el Colegio de la Presentación, que estaba en Rosellón,
entre Paseo de Gracia y Vía Layetana —ahora Pau Claris—, lado mar.
Como panorama más cercano llegué a ver parte de la fachada superior de la
Facultad de Medicina que daba a la C/Casanovas, aunque, ya no, la parada del
tranvía en Muntaner, que había quedado oculta por el parvulario del Colegio, una
larga edificación de una planta construida durante la primera mitad de los 40s.
Algo más lejos se divisaba la punta de la gran chimenea situada dentro del
recinto de la Escuela Industrial, entre el Edificio del Reloj y el campo de
fútbol.
El Colegio, elemento protector del Circuito
Los edificios no excedían de 4 o 5 plantas y la zona de vuelo sin obstáculos era más grande de lo habitual en otras manzanas cercanas de esa zona del Ensanche: de los ocho lados del octógono —cuatro grandes y los cuatro pequeños de los chaflanes—, la mayor parte de los lados de Rosellón y Muntaner y el chaflán entre ellas estaban ocupados por las dependencias del Colegio y la iglesia, con dos naves industriales en Rosellón, cerca de Aribau. El tramo final del lado de Muntaner y los de Córcega y Aribau estaba íntegramente ocupado por viviendas, así como el chaflán Aribau-Rosellón. Los edificios del colegio situados a izquierda y derecha del chaflán Rosellón-Muntaner —en donde estuvo enclavada la iglesia años atrás— eran de tres plantas. En los bajos del Parvulario había algunas tiendas, de las que recuerdo la Floristería Marta, que llevaba un matrimonio con diez o doce hijos. La esposa se encargaba de la tienda y el marido era pintor, especializado en espectaculares bodegones.
El Colegio, elemento protector del Circuito
Los edificios no excedían de 4 o 5 plantas y la zona de vuelo sin obstáculos era más grande de lo habitual en otras manzanas cercanas de esa zona del Ensanche: de los ocho lados del octógono —cuatro grandes y los cuatro pequeños de los chaflanes—, la mayor parte de los lados de Rosellón y Muntaner y el chaflán entre ellas estaban ocupados por las dependencias del Colegio y la iglesia, con dos naves industriales en Rosellón, cerca de Aribau. El tramo final del lado de Muntaner y los de Córcega y Aribau estaba íntegramente ocupado por viviendas, así como el chaflán Aribau-Rosellón. Los edificios del colegio situados a izquierda y derecha del chaflán Rosellón-Muntaner —en donde estuvo enclavada la iglesia años atrás— eran de tres plantas. En los bajos del Parvulario había algunas tiendas, de las que recuerdo la Floristería Marta, que llevaba un matrimonio con diez o doce hijos. La esposa se encargaba de la tienda y el marido era pintor, especializado en espectaculares bodegones.
Uno de los dos patios
del Colegio, el mayor, adyacente al parvulario, era de tierra y tenía bastantes
árboles. Por si no fuera bastante para favorecer la presencia de insectos, en
Rosellón, al otro lado de la calle y en la manzana vecina, en los bajos de un
edificio había una vaquería auténtica, con vacas que surtían de leche al
vecindario. No era ninguna rareza, muy cerca de allí, en la calle Enrique
Granados había otra. Aunque en alguna ocasión daba la impresión de estar
"bautizada", lo cierto es que aquella leche no tenía nada que ver con
la “leche fresca” que se vende en la actualidad: después de hervida quedaba una
gruesa capa de nata cubriendo la parte superior del cazo. Mi madre nos la ponía
en una taza con azúcar y estaba deliciosa.
Del paisaje
urbano más lejano, a kilómetros de distancia, se veía el extremo del Castillo
de Montjuïc más cercano al mar, el Palacio Nacional con sus reflectores, algo
del resplandor de la fuente encendida y parte de la cubierta del Estadio. Por el lado de Aribau los edificios de la acera opuesta impedían ver
otra cosa que no fueran sus fachadas, pero, calle arriba, la visión de la parte
central del Tibidabo era perfecta, con el Santuario, la Torre de las Aguas, la
estructura que sostenía el avión que giraba en el vacío y otras edificaciones
cercanas a la cumbre. Dirigiendo la vista calle abajo, se distinguía un trozo
de mar en el horizonte. El
mismo panorama, pero visto desde los dos extremos del terrado, se ampliaba de
forma espectacular porque daba continuidad a la panorámica, permitiendo abarcar
gran parte de la ciudad, seguir la línea montañosa de la Sierra de Collcerola
y toda la parte edificada del Tibidabo.
Los niños de la escalera
Éramos nueve, si no recuerdo mal y de edades muy dispares. No teníamos necesidad de jugar en la calle porque los pisos eran grandes, con largos pasillos que conectaban la parte interior con la exterior. El terrado, de fácil acceso, proporcionaba un amplio lugar de juegos, usar patinetes y bicicletas, de celebraciones cuando el tiempo acompañaba, de tranquilidad para los mayores o de hacer fotos con familiares y amigos cuando nos visitaban. Nadie utilizaba el terrado como tendedero porque todos los pisos tenían el suyo en el lado de las galerías, con sol casi todo el día. Periódicamente, los matalassers se subían los colchones al terrado y vareaban la lana, tal como explica Horacio Seguí en su foto. Un espectáculo fascinante por la habilidad con que manejaban las largas varas, lanzaban al aire los enredados montones de lana y los desmenuzaban. En nuestro caso, el primero que hacían era el mío, para que se airease al sol mientras vareaban los otros.
También nos convertimos en expertos jugadores de Pinacle y de Póker. Jugábamos en las habitaciones que daban a la calle. Más adelante, durante las noches de verano, las partidas de pinacle se convirtieron en un mano a mano entre mi hermano y yo, sentados en el suelo del dormitorio, sin más luz que la que proporcionaba la luna y hablando en susurros para que no se descubriera que no estábamos acostados.
Formábamos un grupo muy
unido que se vio golpeado por la muerte inesperada de la Sra. Maciá durante el
embarazo de su tercer hijo, que tampoco sobrevivió. El cadáver se veló en su
domicilio –en donde había fallecido durante el parto- y el sepelio partió de
allí. Mi hermana lo vio desde el balcón pero a mí no me dejaron. Me contó que
había mucha gente siguiendo el coche mortuorio. Lo sucedido y la disparidad de edades hicieron que a partir de principios
de los 50s la situación cambiara. Los entretenimientos de mi hermano y de los
Maciá ya estaban en otros lugares y con otras personas. Tres o cuatro
años más tarde se produjo el golpe de
gracia del grupo: la emigración a Brasil de la familia Maciá, en busca de
nuevos horizontes en donde superar una situación económica complicada. La relación de mis padres con el Sr. Maciá y su segunda esposa no era tan fluída como anteriormente y la relación se enfrió.
Ya hacía tiempo que estaba en condiciones de trepar sin ayuda por todos
los lugares accesibles pero los únicos niños de la escalera, con edades
relativamente parecidas, eran la hija menor de los vecinos del 1º-1ª, Pilar, de
mi edad, y la hija pequeña de la familia del 3º-2ª, Mari, un par de años menor
que yo, de forma que las correrías por los terrados se convirtieron en aventuras
solitarias o en partidos de futbol de un solo jugador enfrentado a sí mismo. No
duró mucho tiempo: a los pocos días ya me aburría y me di cuenta de que una
época había concluido y tocaba iniciar otra. Mientras, los juegos dentro de
casa habían pasado a tener un componente femenino muy acusado porque mis únicas
compañeras de juegos eran niñas, aunque a la hora de jugar a “médicos” mi
condición de varón me aseguraba el puesto de “doctor”, a no ser que mi hermana
—que hacía de “enfermera” y era la que cortaba el bacalao— decidiera
intercambiar su papel con el mío. Mari tenía adjudicado el de la “enferma” a
perpetuidad.
Pero a lo largo de
aquellos años en cuanto llegaba la primavera el vuelo de las golondrinas volvía
a convertirse en un espectáculo fascinante que nos dejaba extasiados, aunque
conforme fuimos creciendo nuestras responsabilidades, primero por estudios y
luego por trabajo, limitaron mucho los días que podíamos disfrutarlo y los
minutos que podíamos dedicar; aunque nunca renunciamos a él. Por otra parte, la lectura se
fue convirtiendo en la parte esencial de mis ratos de ocio porque ya no se
trataba sólo de tebeos, cuadernillos o el periódico La Vanguardia, si no también las revistas que
compraba mi madre —Primer Plano, Semana, Fotos…— o las que interesaban a mi
padre —El Ruedo, Dígame, El Noticiero Universal…—, incluido todo aquello que cayera en
nuestras manos. Más adelante, de forma paulatina, los libros se fueron
apoderando de mi tiempo libre, aunque el resto de lecturas siguió ocupando su
espacio, excepto los tebeos, que un día, poco menos que de la noche a la
mañana, dejaron de interesarme.
El fin de una época
A principios de los 60s remontaron un edificio del lado de Córcega, que nos recortó el último sol del atardecer en verano y supuso el primer obstáculo. Poco después remontaron el nuestro -una auténtica aberración-, con un muro de hormigón de refuerzo que separaba las galerías exteriores de los pisos 1ª, de los pisos 2ª en todas las plantas. El Muro de la Vergüenza cortó la posibilidad de charlar con los vecinos, fuera mientras se tendía la ropa o porque se estuviera asomado y se coincidiera. Repercutió también en el vuelo de las golondrinas, que ya no podían pasar cerca de la fachada.
Al filo de los 70s
construyeron dos edificios de siete plantas en el lugar que ocupaban las naves
en Rosellón: supuso el cierre definitivo del circuito. El interior de la
manzana quedó completamente rodeado por edificios y con unas alturas muy
superiores, aunque las del Colegio siguieron siendo las más bajas. La
construcción de nuevos edificios, algunos muy elevados, tanto en las
proximidades como en la lejanía, cambiaron de forma notable el panorama: nada
lejano quedó a la vista y en invierno el sol se puso unos minutos antes. La única forma de ver un panorama
amplio y despejado era subiendo al terrado, situado ya dos plantas más arriba, pero
el paisaje urbano era una copia deformada del que recordaba por la
proliferación de moles arquitectónicas, cualquiera que fuera el punto de visión
escogido. Como los edificios contiguos seguían teniendo la misma altura
resultaba imposible pasar de un terrado a otro.
Cuando me fui de aquél
piso en el año 2000, dos después de la muerte de mi madre, las pocas
golondrinas que se divisaban volaban muchos metros por encima y sus vuelos
rasantes los hacían en otros lugares, si es que los había dentro de la ciudad,
mejorada en algunos aspectos pero maltratada en otros.
Desde el extremo opuesto, en la calle Aribau, el panorama también es muy diferente y los grandes bloques de viviendas o de oficinas cierran espacios y alteran el paisaje. |
Epílogo
Las fotos más antiguas fueron hechas por fotógrafos profesionales y las posteriores, de los años 60s, por mí. La foto del terrado en la que aparezco corresponde a una época, la postguerra —la Civil y en especial la de la SGM— en la que el material fotográfico era escaso, caro y de difícil obtención, de ahí que las copias en papel fuera de un tamaño muy pequeño, 5x7. En las hechas por mí años más tarde, también en B/N, el tamaño de la copia era algo mayor, el estándar de ese momento, 7x10. Las tres últimas, en color, las hice en Septiembre de 2015.
Las fotos más antiguas fueron hechas por fotógrafos profesionales y las posteriores, de los años 60s, por mí. La foto del terrado en la que aparezco corresponde a una época, la postguerra —la Civil y en especial la de la SGM— en la que el material fotográfico era escaso, caro y de difícil obtención, de ahí que las copias en papel fuera de un tamaño muy pequeño, 5x7. En las hechas por mí años más tarde, también en B/N, el tamaño de la copia era algo mayor, el estándar de ese momento, 7x10. Las tres últimas, en color, las hice en Septiembre de 2015.
La fachada del edificio en la actualidad:
Las fotos de MARTINA GOLAFRE
He colocado las fotos de izquierda a derecha siguiendo la visual que recorre todo el interior de la manzana.
El lado derecho se conserva más parecido. |
El ficus en primer plano diría que corresponde a los bajos del 137. |