SEGUNDA PARTE
SUPER HERMANA
EN EL INSTITUTO BALMES
D
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urante las
primeras semanas en el Instituto Balmes mi madre temía que pudiera perderme y me
acompañaba. A la salida, ella misma o mi hermana, tres años y medio mayor, me iba
a buscar. Un día, pasados ya tres o cuatro meses, ocurrió algo que reflejaba con
cierta exactitud algunos aspectos de mi manera de ser, así como la
apreciación de ellos por parte de otras personas. Una actitud que en el futuro me
traería más disgustos que satisfacciones.
Hacía Ingreso y Primero de Bachillerato como oyente porque no tenía la
edad requerida para ser inscrito como alumno oficial y en el Colegio San Miguel, en el que había cursado toda la Enseñanza Primaria, no estaba permitido hacer simultáneamente los dos cursos. Mi padre porfió para
que hicieran una excepción conmigo, agarrándose a mi historial, pero la dirección del Colegio no cedió, creo que con
buen criterio porque no había ninguna necesidad de forzar las cosas, sobre todo
teniendo en cuenta que ya iba un curso adelantado. Una segunda causa para el cambio, que quizá fuera la fundamental, aunque mis padres jamás la reconocieron, fue la notable caída de
la economía familiar, que obligó a sacar a mi hermana del Colegio de la
Presentación (1), a mi hermano del propio San Miguel y, por último, a mí, con una notable reducción de gastos diversos. Una tercera -que cualquiera que sea el plazo que se ponga, corto, medio o largo-, resultaría ser la fundamental para que el cambio fuera traumático; fue excluida sin contemplaciones del viaje imaginario porque mi mente no estaba por la labor de amargarme el trayecto. Buena chica...
El recuerdo de la parte no censurada se fue haciendo tan vivo que el viaje imaginario desplazó
totalmente al real, de tal forma que hubo intervalos en los que ni me di cuenta
de por dónde iba el tren. Mis ojos no se desentendieron del paisaje, que
entraba por los ojos y me resultaba placentero en ocasiones, pero no interfería
en mis pensamientos, salvo cuando se atravesaba una zona de bosque calcinado
por un incendio o zonas particularmente degradadas.
Pasar del San Miguel al Balmes fue demoledor. Durante los primeros meses
y hasta que asumí que la situación era irreversible, supuso un verdadero
calvario. Fue como pasar de ser una de las estrellas de una superproducción de
Hollywood a convertirme en uno de los extras –con derecho a frase, eso sí- de
una coproducción hispano-italiana de serie B hecha en Esplugas City. Y sin previo
aviso, ni lavado de cerebro paterno para prevenir males mayores…
Durante el viaje imaginario la memoria -caritativa-, y mi lado consciente
de la mente, -selectivo-, me hicieron dejar de lado el motivo principal de que el
cambio fuera tan duro. En otro viaje, quizá volviera a parecer y no fuese
descartado…
En la actualidad su aspecto exterior es parecido, pero no su entorno. |
Una parada imprevista provocada por uno de los auxiliares de viaje, que
pasó repartiendo auriculares para los viajeros que habían subido en la última estación,
me hizo detenerme y al partir de
nuevo me desvié un momento por un vía
secundaria:
En el transcurso de una clase, el profesor, el Sr. Martín Panadero, recibió un aviso del bedel conforme a que tenía una llamada telefónica de su esposa.
En el transcurso de una clase, el profesor, el Sr. Martín Panadero, recibió un aviso del bedel conforme a que tenía una llamada telefónica de su esposa.
Su esposa le iba a buscar cada día al término de sus clases. Formaban una
pareja de ancianos verdaderamente encantadora y, cuando los horarios de salida
de él y mío coincidían, les seguía con la mirada mientras se alejaban, si
todavía esperaba a que me vinieran a buscar.
El caso es que abandonó el aula durante unos minutos, aprovechado por los alumnos para una de las habituales batallas de bolas de papel, trozos de pan o cualquier objeto que se pudiera utilizar como arma arrojadiza. Al regresar, uno de los proyectiles impactó sobre él. No era época propicia para restar importancia a algo así, de forma que el profesor buscó al culpable. Yo sabía quién era porque lo había visto, pero el Sr. Martín se equivocó al señalar al presunto culpable. El acusado intentó defenderse pero el profesor le agarró por el brazo para llevarlo a Dirección. Nadie abrió la boca, a pesar de que otros sabían quién era el responsable. Viendo que era inevitable que se llevara a un inocente, fui incapaz de callar y consentir semejante injusticia. Me metí donde no me llamaban:
El caso es que abandonó el aula durante unos minutos, aprovechado por los alumnos para una de las habituales batallas de bolas de papel, trozos de pan o cualquier objeto que se pudiera utilizar como arma arrojadiza. Al regresar, uno de los proyectiles impactó sobre él. No era época propicia para restar importancia a algo así, de forma que el profesor buscó al culpable. Yo sabía quién era porque lo había visto, pero el Sr. Martín se equivocó al señalar al presunto culpable. El acusado intentó defenderse pero el profesor le agarró por el brazo para llevarlo a Dirección. Nadie abrió la boca, a pesar de que otros sabían quién era el responsable. Viendo que era inevitable que se llevara a un inocente, fui incapaz de callar y consentir semejante injusticia. Me metí donde no me llamaban:
-No ha sido él –exclamé-, dejando al profesor de una pieza. Pero como tenía
buena opinión del alumno que había cogido vela en el entierro, me concedió
crédito. A pesar de ser el más pequeño de los cuarenta y tantos de la clase y
parecer un pigmeo al lado de los más altos -algunos me llevaban dos o tres
años,- era de los pocos que se mantenía al día en todas las asignaturas. Por
otra parte, el San Miguel y el entorno familiar habían dejado su sello en mis conocimientos y en mi
manera de comportarme.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque yo estaba a su lado y no ha tirado nada. Ni a usted ni a nadie.
El Sr. Martín Panadero era un hombre muy mayor al que le faltaba poco
para jubilarse. Me había tomado cierto afecto. Lo notaba por la forma en que me
trataba cuando me sacaba al encerado, comparado con la mayoría de los alumnos. Tener buena opinión de mí, unido a la experiencia que dan los años y el
trato con miles de alumnos, hizo que viera claro que su sospechoso era inocente,
así que le soltó.
-¿Has visto quien ha sido?
No vacilé: un superior había hecho una pregunta y mi deber era
contestarla. Asentí, supongo que confiando en que eso fuera suficiente. En otra
ocasión anterior, muy similar, en el San
Miguel, lo había sido.
-Bien… ¿Quién ha sido?
-Bien… ¿Quién ha sido?
No me quedó más remedio que decirlo y, sin vacilar, señalé al culpable. Es bastante probable que un narrador hubiera podido decir aquello de que “el
ambiente se podía cortar con un cuchillo”, aunque en aquél momento no fui consciente de ello..
Afortunadamente, el Sr. Martín se lo pensó mejor y decidió suavizar su
amenaza, limitándose a hacerle una seria advertencia al culpable acerca de lo
que podía suceder si se repetía el incidente. Aclaró, dirigiéndose a todos, que
si el castigo no era más severo se debía a que alguien había sido capaz de salir
en defensa de un inocente. Mirando a todo el mundo de forma inquisidora,
añadió algo parecido a lo siguiente:
“He estado a punto de castigar a un inocente, mientras los demás os
metíais la lengua en el culo y el verdadero culpable se iba de rositas. Espero
que no vuelva a ocurrir algo parecido y que el ejemplo de vuestro compañero os sirva de lección.”
Recordaba la frase casi exacta porque jamás le había escuchado a ningún
profesor –y creo que a nadie- lo de la
lengua en el culo, aunque sí me era familiar lo de irse de rositas, pero a escala familiar (2).
El tren había salido ya de la estación de Tarragona y atravesaba el Ebro.
El viaje imaginario hizo una breve parada para que la vista disfrutase del
espectáculo durante unos segundos, como lo había hecho, después de salir de
Castelldefels, cuando pasó las Costas del Garraf, uno de los pocos momentos del
trayecto en los que el tren se ceñía a la costa.
Mientras esperaba que me vinieran a buscar, arrimado a la entrada,
situada en el chaflán de Vía Layetana-Consejo de Ciento, notaba las miradas que
me dirigían los componentes del grupito de compañeros que discutía a unos
metros de mí. Entre ellos se encontraba el culpable, pero no el falso-culpable.
Eran algo más que “inquietantes”; eran amenazadoras y lo que se debía discutir
entre ellos estribaba en la magnitud del escarmiento: simple amenaza, unos
guantazos o esperar la llegada de quien debía recogerme. Fue mi hermana la que
vino. Rápidamente pusieron al corriente de lo que podía pasarme si volvía a
hacer algo semejante. Ella comprendió lo que había sucedido y no se achicó.
-Así que estabais dispuestos a permitir que otro compañero pagara el
pato, sin hacer nada para evitarlo. ¿Es eso lo correcto, que el culpable, que
además es un cobarde, se libre y sea otro quien cargue con la culpa?
Uno del grupito, que hasta entonces no había abierto la boca, intervino:
-Eso de cobarde… Si no fueras una chica te lo hacía tragar.
Mi hermana no tuvo necesidad de que nadie le dijera quién era el que
había intervenido.
-O sea que has sido tú. Te has callado mientras permitías que
castigaran a un compañero por algo que habías hecho tú.
Había dado en el clavo y el chico se encogió al observar las miradas de
sus compañeros. Crecida, se tiró a fondo:
-Encima, estás aquí intentando desviar la atención hacia mi hermano
para que nadie repare en que has sido tú, con tu cobardía, el responsable de
algo que tendría que haber salido de ti, si tuvieras valor: confesar la verdad,
saliendo en defensa de un compañero que iba a ser castigado injustamente.
Como la estocada había sido certera y estaba ganándose a la mayoría de
los componentes del grupito, fue a por la otra oreja:
-Y vosotros, ¿qué?: ¿discutiendo si os conformabais con amenazarlo o
le pegabais? ¡Pues, menos mal que alguien ha tenido el buen sentido de esperar
a que llegara yo y os hiciera ver claro que este cretino intentaba lavaros el
cerebro!
Tiré del brazo de mi hermana para que frenara y se contentara con lo que
había conseguido, pero ella se sabía ganadora y no estaba dispuesta a aflojar:
quería el rabo también...
-¡Venga, a casa! ¡Y que no me entere yo que intentáis algo contra mi
hermano! Especialmente, tú -miró al verdadero culpable- que has intentado
manipular a los demás para cargar las culpas sobre otro y que no vieran que te
has comportado de una manera indigna.
Me cogió del brazo y dirigiéndose
a mí, pero pensando en los otros, añadió:
-Estoy muy orgullosa de ti, de que no hayas permitido que culparan a
un inocente aún a riesgo de que no te comprendieran.
Nos alejamos un par de pasos y entonces me hizo parar, se volvió hacia
ellos y les dio la puntilla, aunque con suma habilidad para templar los ánimos:
-De todas formas –dijo, dirigiéndose al que había llevado la voz
cantante en la explicación-, os agradezco que me hayáis esperado y dado la
oportunidad de aclarar lo sucedido. Comprendo que, aunque equivocados, vuestra
intención ha sido buena. Espero que ahora sepáis poner en su sitio al verdadero
culpable.
Nos alejamos definitivamente. Mi hermana, en el camino a casa, me hizo
ciertas consideraciones. Fue un lavado de cerebro-exprés, rápido y eficaz, y a
partir de entonces fui con pies de plomo a la hora de abrir la boca en
determinadas ocasiones. No obstante, quieras que no, la cabra tira al monte…
- No lo digo por este caso: lo que has hecho ha estado bien, aunque
te podría haber salido muy caro. Era una inmoralidad que pagara el pato un
inocente. Pero no siempre es aconsejable meterse donde no te llaman, ni es
obligatorio contestar a lo que te preguntan personas mayores. Eso te lo tienes
que meter en la cabeza: una cosa es ser obediente y otra… y otra… -no
encontraba la palabra adecuada y le sabía mal decir, "ser imbécil”, así que
continuó-: No digo que mientas, pero si hablando pones a alguien en un
compromiso, debes calibrar antes las consecuencias. En casa nos has hecho
quedar mal en más de una ocasión.
Yo la miraba entre abrumado y confuso.
- ¿Comprendes lo que te digo? –insistió, consciente de que era un
poco cabezón y algunas cosas había que repetírmelas siete veces para que me
entraran.
No dije nada pero asentí. Aunque no terminaba de entender todo cuanto me
había dicho sí veía claro que tenía más razón que un santo. Reflexionando sobre
lo sucedido –en mi Muro de las Lamentaciones, el Apeadero-, creo que es posible que para
quienes recibieron aquél día el rapapolvo y fueron testigos de la firmeza con
la que habló, su actitud fuera una muestra de que, en la España de costumbres
vueltas por Decreto al Pasado, había mujeres que no estaban dispuestas a
callar ni acobardarse ante nadie (3).
Como a mi hermana se le había quedado algo en el tintero, todavía insistió,
cuando ya estábamos cerca de casa:
-¿Se te han olvidado los sofocones que nos hemos llevado todos,
especialmente mamá, por no callarte a tiempo?
REFLEXIONES
EN EL APEADERO
Días después de aquello, recuperada la tranquilidad y sentado en uno de
los bancos del Apeadero, seguí dándole vueltas a lo sucedido y a las
consideraciones de mi hermana, en el camino a casa. Seguía sin
comprender la pasividad de toda la clase viendo a un compañero ser acusado de
algo que no había hecho. La actitud del culpable me resultaba repugnante y, a posteriori, tratando de desviar la responsabilidad sobre mí de una bajeza sin justificación posible. Era evidente que se trataba de
una mala persona, cobarde, rastrera y sin escrúpulos.
El vestíbulo cuando ya no estaba en servicio y próximo a su derribo. |
Desde el punto de vista práctico, el que me afectaba directamente, llegué
a la conclusión de que las aguas habían vuelto a su cauce en la clase y no
debía temer represalias. Ningún compañero me hacía mala cara y ni siquiera hubo
comentarios posteriores, aunque parecía evidente que el culpable había sido
advertido, a tenor de lo amansado que se le veía, comparado con su comportamiento
habitual. No volví a tener trato con él -a pesar que hizo algún intento de aproximación- porque a alguien que se comportaba así lo borraba ipso-facto, como si dejara de existir.
Lo que me pilló de sorpresa fue que el compañero acusado injustamente, me
presentara a su padre y que el hombre, emocionado, me estrechara la mano derecha
entre las suyas y me diera las gracias, ofreciéndose para lo que
pudiera necesitar. Me sentí violento, pero íntimamente satisfecho y me faltó
tiempo para contárselo a mi hermana. Ella era la única que lo supo porque a mis
padres no les contamos nada.
Los cursos se fueron complicando paulatinamente; los profesores eran
menos condescendientes con los errores, más exigentes con el cumplimiento del
programa íntegro del curso y el tiempo para distraerse fuera de clase, muy
escaso, de forma que mis descansos en el Apeadero se fueron haciendo menos
frecuentes, hasta desaparecer. Cuando se produjo el derribo del edificio ya
habían pasado dos años desde que terminé el Bachillerato y no pasaba de forma
habitual por delante, pero lo lamenté profundamente.
FIN
DE TRAYECTO
Nunca se me ocurrió pensar si el edificio era una maravilla, vulgar,
incongruente o un bodrio. Estaba allí, formaba parte del paisaje, era un lugar
de acogida y distracción para mí y, cuando desapareció, no fui consciente de lo
que había representado en determinados momentos. Lo fue después, muchos
años después, pasadas innumerables estaciones de mi viaje personal. Avivados
los recuerdos por lo que veía y leía en páginas web dedicadas a Barcelona. Una
en especial, “Amics de Barcelofilia”, fue la causante de que algunos de los
viajes imaginarios se fueran convirtiendo en páginas escritas sobre el papel o
en una pantalla.
El último recorrido del
viaje real, con el tren atravesando un paisaje menos atrayente y salpicado de
túneles, favorecía la aparición de nuevos trayectos imaginarios, pero los
descarté. Era el momento de pensar en el
inmediato futuro.
En aquél viaje, la parte
consciente de la mente programó todos los recorridos con un tema único. En futuros
viajes, mi selectiva memoria y mi caritativa mente consciente, sabrían qué
recuerdos debía rescatar y cuales ignorar, como en cierta medida había ocurrido
en el recién terminado; en el que quizás, pero sólo, quizás, la imaginación
había puesto su granito de arena para que el equipaje de recuerdos llegara en
perfectas condiciones.
¿Quién puede asegurar,
cuando narra algo que sucedió hace muchos años, que los hechos fueron
exactamente como se cuentan, pasaron en donde se dice y en la fecha que se
supone?
Bien; es imposible asegurar
la exactitud, las licencias, sino poéticas, sí literarias, tienen patente de corso, pero, al menos, si se puede garantizar la verosimilitud.
NOTAS:
(1). El Colegio de la Presentación estaba situado en la calle
Rosellón, lado mar, entre Paseo de Gracia y Vía Layetana, mientras que el San
Miguel ocupaba gran parte de la manzana comprendida entre Aribau y Muntaner y entre
Rosellón y Córcega.
El colegio de la Presentación no existe, pero el edificio se conserva. |
(2). Cuatro cursos después escuché
a otro profesor –Guillermo Diaz-Plaja, ilustre catedrático y escritor-, en donde
se puede meter uno la lengua en ciertos casos, pero con la diferencia de que en
esa ocasión yo estaba entre los 86 damnificados. Pero ese recuerdo formaría
parte de otro viaje porque por sí sólo merecía un trayecto independiente.
(3). De los tres hermanos, Rosario
era, con mucho, la más decidida y de ideas más claras y en muchos aspectos
parecía la mayor. Juan, nació nada menos que el 18 de Julio de 1936, a escasa
distancia de los sangrientos enfrentamientos de la Plaza de Cataluña. Rosario,
el 28 de Octubre de 1938, a tres meses escasos de la entrada de las tropas
franquistas en Barcelona.
M'ha agradat molt el teu relat Eugenio, una magnífica descripció dels fets que m'ha traslladat a un altre temps i a alguns llocs comuns. Vaig cursar tot el Batxillerat al Sant Miquel i al Balmes hi vaig passar allò que en deien "la reválida". Ah!, i una gran germana la teva.
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ResponderEliminarMagnífico.He disfrutado nuevamente con tu relato y sin duda alguna, me provocas en viajes imaginarios que enlazarían perfectamente con situaciones explicadas por ti y que me has hecho recordar. Gracias
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